EL CUERVO QUE FUE AL CARIBE Inspirado en hechos reales
El despertador suena a las cuatro de la mañana, todavía no amanece. Como casi siempre, me toma una hora tomar la valiente decisión de aventar la cobija y levantarme. En esta ocasión no es solo el frío de enero lo que hace tan pesada la cobija sino también me aterra no saber siquiera si me subiré al avión al que tanto he ansiado subirme desde no sé cuando. A diferencia de cualquier otro lunes en donde no podría salir a la calle sin una ducha, hoy simplemente no me baño, agarro cualquier playera y me echo encima un abrigo negro, me despido de mis perros, agarro mi maleta y desganada le digo a mi mamá: ¡vámonos!
Llegamos al aeropuerto, me dirijo cabizbaja al mostrador de Interjet para preguntar por el estatus de mi vuelo, la señorita extrañada me pregunta, y cuál sería la razón por la que no se iría, a mí no me aparece ningún vuelo cancelado, súbase al avión o lo va a perder. El brillo vuelve a aparecer en mi mirada, sonrío y digo, gracias.
Casi corro para alcanzar a mi mamá y decirle:
- Mamá, ¡ya me voy!

Al registrarme le digo a la señorita,
- Oiga, ¿me podría asignar solo ventanillas?, ella con la cabeza asiente.
Dios sabe que me aguanté para no volver a preguntar si me los había asignado o no.
Subo al avión y no solo me voy en ventanilla, me voy sola en toda mi hilera. Me alegro de no haber abierto la boca, juro que si hubiera tenido enfrente a esa mujer, la abrazo.

Me bajo del avión y al llegar a la terminal levanto la mirada, veo gente extraña casi en bikini hablando lenguas que no entiendo. Veo mi reflejo en el cristal de una de las tiendas y veo un cuervo de botas y abrigo negro de lana. No me siento incomoda, soy solo otro ente extraño del lugar.
No es la primera vez que llego a la Ciudad de México, sin embargo, no he estado en esta terminal antes, mis antenas se prenden y empiezo a poner atención en los detalles. Me doy cuenta que la casa de cambio del aeropuerto internacional de la ciudad de México, contra todas mis creencias, vende los dólares y los euros a precios razonables, el dólar a 19.04 y el euro a 22.28. Además hay un restaurante con letras doradas que dice: "Sala para Fumadores", para echarles a perder su apuesta, les diré que no entro. También escucho con cierta decepción la plática de unas empleadas de mostrador de una aerolínea en donde una de ellas les cuenta a sus compañeras su experiencia al comprar ropa en China por internet, ilusa al pensar que yo soy la única persona en México que hace eso.
De pronto, los minutos se empiezan a hacer lentos y empiezo a contarlos, pregunto por quinta vez en el módulo de información si ya le asignaron sala a mi vuelo rumbo a Bogotá y por fin tengo suerte, ¡sala 19!

Al llegar a la sala, empiezo a ver a todos los que están formados en la fila como celebridades con ese acento tan exótico que amaría tener. A lo lejos escucho:
- Mami, ya quiero llegar a Medellin.
Mientras me tomo la primer selfie del viaje, siento que una persona me ve raro, mi imaginación o no, me hace sentir incómoda. Me consuelo pensando:
- Bah, a ver qué día me vuelves a ver cabrón.
Me formo en la fila, entrego orgullosa el formato de migración y muestro mi pasaporte. ¡Qué privilegio poderme subir a ese avión!
¡La tierra de Sin Tetas No Hay Paraíso me espera!

Después de cuatro horas de vuelo en donde el piloto no pierde oportunidad de platicar sobre la luna, aterrizamos en Bogotá. Son las 12:30 am.
Aunque no tengo prisa dado que mi vuelo sale hasta las seis de la mañana, me apresuro en salir del avión lista para recoger mi maleta y documentarla nuevamente en el último vuelo. Al doblar la esquina veo una larga fila en espiral me formo y digo:
- Ay, no, si yo solo quiero ir a recoger mi maleta.
Me doy la media vuelta y me salgo de la fila, al salirme empiezo a oír a un piloto formado en otra fila dándole instrucciones a otra mujer:
- Sí señora, si usted no es colombiana, esa fila tan larga, ahí es en donde se tiene que formar para salir de aquí.
Por dos horas rumio en silencio mentadas de madre, no por nada hay una alerta en varias pantallas en donde claramente se puede leer:
"Evítese problemas, trate con respeto al oficial de inmigración"
El cansancio no me deja tomar conciencia que
uno de los sueños de mi vida se está realizando en ese momento. Finalmente estoy tocando suelo colombiano.

Sin exagerar, después de la fila de migración, de recoger la maleta, registrarme y pasar por el punto de revisión, mis niveles de energía están a punto de llegar a cero. Mi abrigo negro no es suficiente para el frío que tengo. Encuentro unas sillas largas en donde puedo recostarme en un rincón oscuro del aeropuerto por mientras llega la hora de abordar el avión a Cartagena. Mi ansiedad por llegar es tal, que soy la primera en subirme al avión como si eso acelerara el proceso. El avión despega y apagan la luz, cierro los ojos y empiezo a dormitar. De pronto encienden la luz, y comienza lo inesperado, lo nunca antes visto por mis ojos: ¡la venta de comida por catálogo!
En protesta me quito las botas que ya no aguanto sin importar el olor que les llega a mis vecinas de hilera. No hace falta decir que la hora que dura el vuelo, la siento los sesenta minutos.
Empiezo a pensar:
- Mami, ya quiero llegar a Cartagena.
El bajarme del avión, recoger mi maleta y después de veinticuatro horas de viaje ver a un hombre mostrando un papel con mi nombre escrito, se vuelve lo más cercano que he estado de un milagro este año.

Poco después de las seis de la mañana, con el abrigo negro puesto, me bajo del taxi y llego al hotel. Sin cabeza para entender lo que me dice el recepcionista con su marcado acento colombiano. Lo único que me queda bien claro es que si hay una habitación disponible no tendré que esperar la hora del check in, es decir, las tres de la tarde.
- Sí, sí tenemos una disponible, ya puede usarla - dijo.
Esas palabras son una oda a la alegría. Tomo mis llaves, la clave del wifi, y mi maleta, desaparezco antes de que cambie de opinión.
Entro al cuarto, aviento el abrigo, me quito las botas y me echo en la cama más rica del mundo.

Siguiendo la recomendación de los blogueros que vi cuando organicé el viaje, espero a que den las cinco para salir en busca de aventura. Mi mente solo me pide una cosa, un pescado frito.
Me voy al centro en un taxi que me cobra cinco mil pesos colombianos más de lo que me debe cobrar por no preguntar antes el precio, llego a un lugar con terraza persiguiendo mi pescado y un cigarro después de cuarenta y ocho horas de abstinencia.
Llego a Pizza Margaritas, me atiende una mesera con un acento muy marcado, casi no le entiendo y le digo que me traiga el pescado del menú. Cuando llega el plato, la pasta entomatada aunque bien sazonada, está tibia, lo cual no amerita un párrafo completo de este blog, la razón que me tiene aquí dedicándole tiempo es el pescado a la parrilla que ordeno, es de una calidad que todavía al recordarlo me vuelve a enojar, aguado, salado. Ochenta y tres mil pesos colombianos me sale el chiste. Ese lugar no se salva de mis dos estrellitas de calificación antes de irme.
Regreso al hotel sintiendo la derrota en mis hombros, segura que el día siguiente será mejor ya con la maldita de la Hippie aquí como compañera de batalla.

Y el choque de los dos trenes por fin llega, esta vez en Cartagena.
Una renovación de votos de nuestra amistad de treinta y cinco años.
Nuestras pláticas ya no son como en aquellos años sobre los desaires que me hacía Arturo o sobre la forma en qué reaccionaba Pedro Antonio a sus cartas de amor, eso me alegra tanto...
Y la rumba comienza.
Salimos a la calle antes de las cinco contra todas la recomendaciones de los blogs de viajes.
Me doy cuenta que los blogueros de referencia necesitan darse una vuelta a Juárez para que en realidad conozcan un sol que pica. El sol de Cartagena es un sol como es de esperarse, caliente, pero nada que no pueda tolerarse con un sombrero.
El preguntar y comparar precios antes de cualquier compra se vuelve nuestro pasatiempo.
La única vez que no lo hacemos, nos estafan con seis mil pesos colombianos en la compra de unos cigarros. Eso al día siguiente nos divierte tanto... Si seguimos así en tres días nuestros millones se van a agotar en nuestra cuenta bancaria.
Aquí todo se maneja en miles de pesos, por unos días seré millonaria, al revisar mi saldo en el cajero este arroja la estratosférica cantidad de tres millones de pesos colombianos.
Seis Mil Pesos

Pettilú insiste en tomarse una foto con una palanquera.
Las palanqueras son mujeres negras vestidas con trajes coloridos que venden fruta.
Diez mil pesos colombianos le cobra.
Yo no quiero, no perderé el tiempo tratando de encontrar argumentos que justifiquen mi decisión, a mí ellas simplemente no me caen bien.

El centro histórico de Cartagena es todo lo que yo quisiera para Juárez, lo evito en medida de lo posible, digo, la tierra de una es la tierra de una, pero no comparar es imposible.
Caminamos por más de una hora con una obsesión: la casa de García Márquez. Para no ir en contra de los pronósticos, como mujeres generación X utilizaremos a los lugareños como google maps.
- ¿Dónde está la casa de García Márquez? - preguntamos.
- Más pa´lante - dice un vendedor de cigarros.
- No, ya se pasaron - dice el empleado de un hotel.
- No, es más pa´lante - dice el chofer de un taxi que esperaba pasaje.
- No, allá era la vueltica - dice un señor sentado viendo el horizonte desde la cochera de su casa.
Entre ires y venires, risas y mentadas de madre silenciosas a nuestros bien intencionados pero poco orientados guías, por fin llegamos:
Calle del Curato 38205

Aunque la foto no lo muestre, cerramos la noche muy contentas con unos mojitos, noche de 2 x 1.
Justo lo que buscamos, un lugar para comer, fumar y beber. Música de los 80´s, la música que solíamos oír cuando Pettilú y yo estabámos en secundaria, acaso, ¿esto lo planeó alguien?

Entre brincos voladores y gritos de vértigo, el viaje de aproximadamente una hora por lancha se vuelve toda una experiencia.
La espera ha sido tan larga, la expectativa es tan alta, un eco hotel nos espera.

La llegada a la isla tiene en mí un efecto esquizofrénico.
Por un lado estaba el mar con ese color zafiro que me es imposible mostrar en una foto y por el otro un cuarto modesto de hotel.
Una sensación extraña de estar encarcelada en el paraíso.
Durante el día de nuestra llegada mi atención se enfoca en la falta de televisión y cafetera en el cuarto, sin un Oxxo en la esquina a dónde ir a comprar las cosas de la vida.
Esa primer noche contacto a Raymundo y a Brisa en busca de consuelo.
Uno me dice cuando le digo histérica:
- ¿Qué voy a hacer sin televisión?
- Amor, ¡aguantarte! - contesta sin mucha calma.
La otra me contesta con voz desconcertada cuando le afirmo con voz entrecortada que ya me quiero regresar:
- Negrita, mucha gente quisiera estar ahí donde tú estás.
No recuerdo si se los dije, pero tienen razón.

Durante el día la misma naturaleza tiene el efecto mágico de empujarte fuera del cuarto, si decides lidiar con una sensación de bochorno esa ya es una decisión personal.
Durante la noche el hostil cuarto se convierte en un refugio de calma. Los sonidos de pájaros desvelados y el golpeteo de las olas del mar contra el muelle se vuelven tus compañeros.
No es extraño ver una hormiga con muy mala fortuna en la taza del baño. Todas las mañanas amanecemos con ronchas nuevas en piernas y brazos, nada de qué preocuparse, seguimos vivas.


No puedo decir que el agua del mar sea tibia, cuando entras tardas unos segundos en adaptarte a la temperatura, no puedo decir que es fría, pero mentiría si dijera que está tibia.
Si existiera una encuesta de satisfacción al cliente relacionada a la temperatura del agua contestaría un:
Puede mejorar.
El color del mar es, odio utilizar esta palabra y procuro utilizarla solo cuando es estrictamente necesario, maravilloso. Diferentes tonalidades, color zafiro. Un milagro más de la naturaleza.
Si para este rubro existiera una encuesta de satisfacción al cliente mi respuesta sería:
No tengo palabras.

En Colombia es verano.
Eso va en contra de nuestras creencias, ¿no se supone que es la época en donde el mar está en calma todos los días?
El hecho de que se encuentre en el ecuador algo debe tener que ver.
Tenemos un sábado de verano difícil, el viento no cede un minuto. Oímos una historia que nos paraliza, a veinte minutos de la isla, una lancha deportiva se voltea por no seguir las indicaciones y navegar a mar abierto, un muerto el saldo.
El mar está bravo, golpea fuerte al muelle, desde la entrada del hotel vemos las rayas blancas de espuma. Ni ganas de acercarse.
Amanece el domingo. El fuerte viento ha cedido. Las olas golpean el muelle suavemente.
El mar suele descansar el domingo - nos dice Roberto, el administrador del hotel.
¡Tenemos que aprovechar!
Día de ir a los arrecifes a ver peces.
Nos subimos a una lancha junto con una familia mexicana de Neza. Voy molesta, mi elitismo sale a flote, alguien con ese aspecto no debería decir que es mexicano, al menos no cuando yo ando ahí.
La primer parada se hace enfrente de una casa abandonada de Pablo Escobar. En esta parte quedó una avioneta acuática hundida del tristemente célebre narcotraficante, afirma el guía.
Pettilú se rehúsa a bajar, nadie le confiaría su vida a ese chaleco flotador en condiciones tan lamentables.
Segunda parada, arrecifes con sus respectivos peces. Pettilú se aventura y se mete al mar. El guía que la lleva de la mano, le da confianza.
La experiencia me permite apreciar el tesoro que tenemos en Huatulco. La variedad de peces ni siquiera se acerca a lo que tenemos en las playas de Oaxaca.
Después de tan ardua jornada, nos salimos al muelle a ver pasar las horas en las olas del mar color zafiro el resto de la tarde. Una cerveza nos hace compañía.

Orika, el pueblo, está ubicado a cinco minutos del hotel.
Ir a comprar agua, cerveza y plátanos secos a la "tiendita" se convierte en unos de nuestros pasatiempos.
Esa "tiendita" es un importante centro de reunión tanto para lugareños como para extraños como nosotras y otra gente de hoteles aledaños.
El domingo en la noche nos toca ser testigos de una de sus fiestas. La experiencia es enriquecedora, me deja la certeza absoluta de algo que me alegra haber visto, pero que no quiero volver a ver.
Su fiesta consiste en sentarse alrededor de una bocina. Varios grupos en la misma cuadra, unos con reguetton, otros con rumba, los de la vuelta con salsa. No hace falta decir que cada quien con el volumen a un nivel ensordecedor.
Pettilú bromea diciendo que si la cara que tengo se debe al cansancio de haber trabajado todo el día.
En la foto aparece una familia colombiana, cálida y alegre. No puedo evitar compararme con ellos y mi trato hostil hacía los extranjeros cuando estoy en Juárez. Tengo cosas que mejorar.
Pepé, el Guacamayo Histérico.
Amor de Madre
La Laguna Encantada
Último día en la isla.
Fabrizio, el guía, después de perseguirnos toda la semana, por fin lo logra, ¡estamos listas para ir a la Laguna Encantada!
Son las seis de la tarde, está a punto de oscurecer. Caminamos aproximadamente treinta minutos, sin las linternas de los celulares o una antorcha sería imposible llegar.
Durante el recorrido nos encontramos a lugareños, turistas, gatos y un perro que me asusta al tocarme cariñosamente con el hocico, sin avisar, uno de mis chamorros. Nadie parece estar nervioso por la oscuridad absoluta.
Llegamos al lugar, es un muelle solo alumbrado por la luz de la luna. Fabrizio nos da unos lentes de agua.
- ¡No, yo no me voy a meter, no me siento segura! - dice Pettilú con voz alarmada.
- Tengo miedo, ¿me tengo que meter ya? - pregunto.
- Todo está bien, es seguro - Nos dice Fabrizio.
Agarro los lentes, me los pongo, me quito el vestido que traigo sobre el traje de baño y me dirijo a la escalera metálica que baja al mar. Todo está tan oscuro, oigo ruidos de animales, ¿y si algo me muerde en el agua?
No recuerdo si tiemblo cuando empiezo a bajar la escalera y siento el agua fría, mis pies no alcanzan a tocar el fondo. Me armo de valor y meto la cabeza esforzándome en contra de la parálisis del ataque de pánico que sufro. Fabrizio se mete al agua.
- Venga - me dice.
Me indica que me meta abajo del muelle en donde la oscuridad es absoluta, no sé cómo logré mover el cuerpo y seguir al muchacho.
- Muévase fuerte - dice.
Empiezo a moverme y luces similares a luciérnagas empiezan a verse en el agua, entre más me muevo, más luces veo. El miedo todavía no está del todo vencido, vuelvo a salir y me pongo junto a la escalera, Pettilú ve desde arriba del muelle las luces que mi movimiento genera.
- ¡Mira! - grita con júbilo.
Agarra valor, baja por la escalera metálica del muelle, y mete medio cuerpo al agua.
Las dos estamos felices viendo las lucecitas mágicas generadas por un alga como su mecanismo de defensa en contra de su enemigo, los peces.
La magia de la laguna no dura mucho, una gran masa de turistas blancos nos invade, llegan en lancha o caminando con linternas y un bullicio que rompe el encanto.
- Regrésense a su país - dice Pettilú.
Reflexiona unos segundos y completa la frase en medio de una carcajada:
- ¡Tampoco es nuestro país!
Salimos del agua con cara de refunfuño, nos ponemos nuestros vestidos sobre los trajes de baño mojados, agarro el celular que nos sirve de linterna y Fabrizio nos guía de vuelta al hotel.

Hoy no me despierto por el sonido de las olas, en esta ocasión una escoba que rasca el suelo de tierra es la que me hace abrir los ojos. Lo primero que viene a mi mente son los dos grandes problemas en los que me dormí pensando: no tenemos confirmada la lancha de regreso a Cartagena y no hay papel de baño.
Espero a que salga el sol para levantarme y asomarme a la ventana para ver si veo al administrador. Salgo en busca de café al comedor, todavía no está listo, no importa, es solo un pretexto para ver si coincido con él. Le pregunto al esmerado y ruidoso barredor que me responde:
- Está en el muelle.
Doy la media vuelta y cuando me dirijo hacía allá, recibo un whattsapp diciendo:
- La lancha está confirmada a las dos. Voy camino a su cuarto con el papel de baño.
Con los dos contratiempos que alimentan mi obsesión resueltos, regreso al cuarto. Decido ponerme el traje de baño y el bloqueador para meterme al agua. Le escribo orgullosa un mensaje a Pettilú diciendo:
- Todos nuestros problemas están solucionados, si despiertas y no estoy, ando nadando.
Camino alegremente hacia el muelle, veo que no hay nadie más que yo, volteo y veo la inmensidad del mar, escucho de cerca el fuerte sonido del golpeteo de las olas contra la madera. Me acerco a la escalera metálica, cuando estoy a punto de meter el pie al agua, una sensación de apatía me ataca, olvido que es el último día ahí, y pienso:
- Ay no, ¡qué frío!
Regreso al cuarto y me pongo a escribir el blog.

Entramos en crisis, es hora de hacer las maletas.
A estas alturas, aunque he tenido la intención de ser ordenada, mi naturaleza toma su cauce. Mi maleta ya tiene una mezcla de ropa sucia y limpia. Utilizando el olfato como criterio, hago la división:
- La que se puede volver utilizar, la doblo con mis limitaciones y acomodo en la maleta.
- La que simplemente ya es un riesgo sanitario, la hago bola y echo en una bolsa plástico.
Bromeamos diciendo:
- ¡Cabrón, esto ya podría ser considerado material radioactivo!
Pettilú agarra su inmaculada maleta morada, yo agarro mi maltratada maleta azul y nos despedimos del cuarto.
Hago un esfuerzo por valorar lo que no aprecio en ese momento, ¡esa vista al mar!

Sin chistar nos ponemos y abrochamos bien los chalecos salvavidas al subir a la lancha. Después de la lancha volteada con su respectivo ahogado quiero ver quién es la valiente que se la juega.
Después de un lento recorrido alrededor de la isla recogiendo pasaje, en su mayoría blanco, esa lancha agarra velocidad. En una hora estamos de regreso en la ciudad de mis envidias, Cartagena de Indias.
Contentas agarramos el taxi que nos lleva a Boca Grande, el sector comercial.
Al llegar al hotel de mil pisos y ver el cuarto, con sus camas y edredones blancos acolchados, con su cafetera de pods Juan Valdez, con su refrigerador, con su televisión, con su escritorio con lámpara, con su regadera de agua caliente y sobre todo con harto papel de baño, no encuentro otra forma de decirlo:
- ¡Nos reencontramos con la felicidad!

Nunca pierdo la cuenta de la ingesta diaria. El tiempo libre se presta a excesos en los que, por cuestiones de mis antecedentes de alcoholismo en la familia no es conveniente que pierda de vista. Sin embargo, después de estar encerradas por una semana en una isla tan tranquila y vernos de pronto caminando entre calles que entre otras muchas cosas tienen una vinatería con quesos, esta causa en nosotros un efecto hipnótico:
- Entren, entren - nos dice el aparador.
Tomamos nuestra valiosa compra, una botella de vino chileno rosado con su respectiva bolsa de queso, y nos regresamos al hotel. No obstante nos queda solo un día más en el lugar, ¿a quién le podría parecer más divertido hacer un recorrido por la ciudad amurallada esa noche?
Está de más platicar que una botella de vino ligeramente dulce de 12.5% de alcohol puso a dos mujeres de casi cincuenta años con marcado acento oaxaqueño a hablar en español con acento colombiano en menos de dos vasos.

Entramos a una boutique de un centro comercial.
- Oiga joven, ando buscando una playera de García Márquez, ¿sabe dónde la puedo encontrar?
- Hmm, no sé, va a ser difícil.
Llegamos a un puesto de un mercado de artesanías.
- Señorita, una playera de García Márquez, ¿la podré encontrar en alguna librería?
- Hmm, aquí no creo, seguro en Aracataca.
Solo me sale de la boca:
- ¡Oh!
En silencio digo molesta, mientras veo de reojo una playera blanca con la foto de Pablo Escobar:
- ¿No les da vergüenza mejor tener esa playera en el estante?
- ¿Si sabrán en Cartagena de Indias que este hombre, entre alguna que otra monada, hizo explotar un avión de Avianca en pleno vuelo con más cien almas a bordo?

Penúltimo día del viaje, el piso doce me deja ver que puede amanecer de esta forma. No sé si lo dije, pero este hotel me gusta.
Después del desayuno empezamos a tomar conciencia que el tiempo se agota y estamos dejando muchas cosas para después.
Salimos a la calle y se nos olvida la prisa que sentimos hace apenas una hora en medio de kilos de café, playeras y llaveros. Mi maleta hueca lista para mercancía colombiana, de pronto se llena.
Creo que hasta casi por cumplir contratamos el tour de la Chiva Rumbera, el cuarto de hotel está tan lindo, por mí me quedaba encerrada viendo tranquilamente la tele.
La Chiva Rumbera en medio de música en vivo, cánticos y alboroto de gente de Bogotá, Nueva York y Chile nos muestra el Cartagena de noche, mejor dicho, Boca Grande de noche. No entra al centro histórico, no entra al Castillo de San Felipe.
- Híjole, no puede ser que mejor vayamos a ir a una discoteca - me reprocho.
Me consuelo pensando:
- Bueno, ya será mañana cuando nos salgamos del hotel y andemos de indigentes por la ciudad.
Contra mi malestar y mis pronósticos la noche de rumba tiene un final inesperado. La recién menospreciada discoteca le da el justo cierre de telón al viaje. Durante una hora soy poseída por el ambiente de merengue, salsa y reggaeton.
Por unos minutos me voy a vivir a un universo paralelo en donde nadie baila salsa mejor que yo.
Tengo a Pettilú como testigo que aun ya afuera de la discoteca, paso trabajos para salir del trance y sigo bailando a mitad de la calle.

Recibimos una llamada de recepción a las siete de la mañana.
- Su transporte al aeropuerto está listo - escucho en el auricular.
- Joven, esto no puede ser, es un error. Nuestros vuelos son a las nueve de la noche. - le digo molesta.
- Algo no está bien - pienso mientras veo y vuelvo a ver la hora de salida en la arrugada hoja donde está impreso mi itinerario.
Después de entregar el cuarto a mediodía, a punto de empezar una vida de vagabundas:
- ¿Sabes qué Pettilú? antes de hacer cualquier cosa que vayamos a hacer, ¡vamos al aeropuerto!
- Su vuelo sale en hora y media, me dicen en ventanilla.
- ¡Hippie, mi vuelo se va en dos horas! - me alcanza Pettilú gritando.
En ese momento supimos que lo hecho en Cartagena de Indias, hecho estaba.

La voz de la azafata de Latam en el portavoz anunciando la venta de comida por catálogo le mete el dedo a la herida.
- ¿Cómo puede ser que una agencia experta en viajes me haya subido a este avión en donde ni siquiera me ofrecen café?
- ¿Cómo puede ser que una agencia de viajes me haya puesto en un viaje que va a durar veintisiete horas? Eso solían durar mis viajes a Singapur.
- La humanidad sabrá de esto Mundo Joven, ¡lo juro!

Cuando aterrizo en Bogotá, sin notarlo el abrigo negro que he andado pateando por dos semanas de pronto lo traigo puesto.
Después de muchos intentos logro captar señal de wifi y veo que tengo mil mensajes de Pettilu. Mil. Ella salió de Cartagena treinta minutos después que yo en un vuelo de Avianca.
- ¿Qué? ¿ya llegó? - digo sorprendida.
- ¡Mana, en la garita de mi vuelo hay wifi ilimitado! - me dice entusiasmada.
La falta de wifi te puede generar altos niveles de ansiedad, al oír esto casi corro para alcanzarla.
Al llegar a esa garita mágica, esta mujer se ve tan linda, tan doctora.
- ¡Dios, qué doloroso es hacer cumplidos!, me voy a arrepentir si no se lo digo. - Pienso.
Respiro profundo, agarro valor y le grito mientras se aleja apurada a abordar su avión:
- Petti, ¡qué bonita te ves!

Entre la compañía digital de Raymundo y la búsqueda de mi almohadilla de viaje colombiana, las primeras cuatro horas pasan sin sentirlas.
Estar ahí me hace consciente de lo feo y viejo que es el aeropuerto de la ciudad de México. El Dorado, aeropuerto de Bogotá, huele y sabe a nuevo.
Las últimas tres horas se hacen cada minuto más lentas. Con la almohadilla nueva en el cuello me acerco a mi garita tan pronto me entero cuál es.
Última fila y ventanilla, ese es mi destino. Cuatro horas de vuelo. La almohadilla, un fracaso, cero el número de minutos que siento dormir.
Ver las luces de la ciudad de México desde lo alto a las cinco de la mañana me hace pensar:
- Todo sería perfecto si mi vuelo a Juárez no fuera a las cuatro de la tarde.

- Joven, ¿dónde es la salida de inmigración? - le pregunto a un oficial de chamarra verde soldado que camina apresuradamente.
- ¡Allá! - detiene su paso y grita con un tono achilangado que me irrita mientras señala violentamente unas escaleras.
Con cara de asombro que el amable oficial no alcanza a ver pues continua su camino sin siquiera voltearme a ver, sigo su indicación y me limito a pensar:
- ¿Cómo les irá a los cabrones que ni a pasaporte llegan?
Salir de ese laberinto me toma más de una hora. Encontrar refugio para mi vieja maleta azul de 23.5 kilogramos, otra media.
Veo un Chili´s con una de las mesas tipo booth que amo disponible y en estado de hipnosis me siento. Saco mi computadora y me pongo a hibernar. Tengo frío, ya estoy cansada. Comer no me consuela.
- Mami, ya quiero llegar a Juárez.
El tiempo no para y llegan las dos. Me levanto, recojo mi maleta y me meto a la sala de espera de mi vuelo.
Mientras me maquillo, pienso:
- Es cierto, no fui al castillo de san Felipe, pero me metí a nadar en ese mar zafiro, platiqué con ese guacamayo odioso, vencí a mis demonios en una laguna encantada, tomé ese delicioso vino chileno y soñé que un día bailé salsa.